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¿QUÉ ES LA ADORACIÓN?

 

 

La virtud de la religión consiste principalmente en «tributarle a Dios el culto que le es debido»[1], y su primer acto es la adoración. «Adorar a Dios ─enseña el Catecismo de la Iglesia Católica─, es reconocerle como Dios, como Creador y Salvador, Señor y Dueño de todo lo que existe, como Amor infinito y misericordioso. “Adorarás al Señor tu Dios y sólo a Él darás culto” (Lc. 4, 8), dice Jesús citando al Deuteronomio (6,13)»[2]. Este reconocimiento surge de lo más profundo de la creatura racional, pues ésta, al no poder ver en su Creador más que la inmensidad de Ser Supremo, comprende ─y consecuentemente reconoce─ que a Él pertenece, que de Él depende absolutamente, y que de Él necesita recibir la salvación. Tal reconocimiento requiere que, en justicia, la creatura racional le tribute a Dios el honor que le es debido. Para ello ofrecemos nuestras alabanzas y humillaciones a Dios por medio de la adoración, pues darle a Dios el culto que le es debido, reestablece un equilibrio que es exigido por la justicia y que conviene al hombre en cuanto se ordena a sí mismo a Dios.

 

«Ofrecemos a Dios honor y reverencia ─enseña Santo Tomás de Aquino─, no para bien suyo, que en sí mismo está lleno de gloria y nada pueden añadirle las criaturas, sino para bien nuestro; porque, en realidad, por el hecho de honrar y reverenciar a Dios, nuestra alma se humilla ante El, y en esto consiste la perfección de la misma, ya que todos los seres se perfeccionan al subordinarse a un ser superior, como el cuerpo al ser vivificado por el alma y el aire al ser iluminado por el sol»[3]. Por esto mismo, la Adoración al único Dios «libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del mundo»[4], según expresa el Catecismo de la Iglesia Católica.

 

La Adoración, siguiendo la enseñanza del Doctor Angélico, consiste en un ofrecimiento doble, puesto que estamos compuestos de una doble naturaleza, a saber, intelectual y sensible. «Ofrecemos doble adoración a Dios: una espiritual, que consiste en la devoción interna de nuestra mente, y otra corporal, que consiste en la humillación exterior de nuestro cuerpo.»[5] Pero el acto exterior de adoración debe estar subordinado al acto interno de adoración, «para que mediante los signos corporales de humildad se sienta empujado nuestro afecto a someterse a Dios, pues lo connatural en nosotros es llegar por lo sensible a lo inteligible»[6]. La adoración, pues, implica todo el ser, de ahí que la inclinación de la cabeza, la genuflexión o el permanecer arrodillado sean considerados actos de profunda humildad, los cuales reflejarían exteriormente la disposición interior de un corazón verdaderamente adorador.

 

FDU - EQUIPO DE ARCHIVOS CATÓLICOS

 

 

NOTAS

 

[1] Santo Tomás de Aquino – Summa - II-IIae – q. 81, art. 2

 

[2] Catecismo de la Iglesia Católica – 2096

 

[3] Santo Tomás de Aquino – Summa - II-IIae – q. 81, art. 7

 

[4] Catecismo de la Iglesia Católica – 2097

 

[5] Santo Tomás de Aquino – Summa - II-IIae – q. 84, art. 2

 

[6] Santo Tomás de Aquino – Summa - II-IIae – q. 84, art. 2

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